Obviamente, todo espíritu que sale de Dios puede ser considerado un hijito de Dios o un niñito de Dios. Es como cuando una mujer está embarazada; mientras está embarazada, ella dice: “es mi hijo”, ya le pone nombre y le compra su ropita, aunque todavía está en un estado fetal. Cuando el niño comienza a crecer, no tiene las características del Padre. Es en la madurez del niño, cuando empieza a buscar en el Padre esa identidad, hasta que la imagen del Padre sea formada en él.
Entonces, Jesús decía: “No soy yo el que hace las obras; el Padre en mí es el que hace las obras.” Los discípulos le decían: “Muéstranos al Padre.” Y Jesús responde: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre.” Así, hay una diferencia entre el niño que sabe que ese es su papá, “Ay, Abba, papito, Abba, Padre”, y el Jesús de 12 años, que decía: “Es necesario que esté en los asuntos de mi Padre.” Sin embargo, a esa edad, Jesús no manifestaba plenamente al Padre. Tenía las características del Padre; obviamente, tenía el ADN del Padre y la sangre del Padre corriendo en él, pero no fue hasta su bautismo que el Padre lo declara: “Ahora has pasado de ser un niño a tener mi naturaleza, mi naturaleza como hijo.”
Es entonces cuando el Padre se forma en el hijo, dándole imagen. Esto es lo que distingue a un niño de un hijo: llevar la imagen del Padre. Cuando la gente dice: “Es hijo de tigre, pintito; mira, de tal padre, tal hijo”, ya se notan las características del padre en la persona; ya es un verdadero manifestador, tiene la imagen de Dios en él. Entonces, el Padre lo declara: “Ahora eres mi hijo muy amado.” ¿Y qué es lo primero que va a hacer? Se enfrentará contra las puertas del infierno y se irá al desierto a confrontar al diablo, porque esa luz que el pueblo que andaba en tinieblas vio, es porque un hijo nos es dado.
Bendiciones amados,
Ana Méndez Ferrell